Opinión

Catalunya, 1 de Octubre, ni derrota ni victoria

Artículo de opinión de Javier Madrazo publicado en el Correo. Septiembre 2017

La convocatoria de un referéndum el próximo 1 de Octubre en Catalunya bien podría entenderse como un ejercicio de participación democrática y respeto a la voluntad mayoritaria libremente expresada. Sin embargo, esta propuesta ha sido recibida con una escalada sin fin de recursos judiciales, amenazas y descalificaciones políticas y personales sin precedentes, que permiten anticipar un riesgo claro de confrontación entre sensibilidades distintas y la consiguiente división y frustración, que será difícil de gestionar el día después de la pretendida cita con las urnas, que nadie se atreve a predecir si finalmente se llevará a cabo, en qué condiciones y con qué resultado. Los acontecimientos discurren a velocidad de vértigo hasta el punto de que el atentado yihadista, perpetrado en Barcelona el pasado 17 de agosto, parece ya historia olvidada.

Poco o nada hemos aprendido de lo acaecido entonces. Parecemos condenados una y otra vez a repetir los mismos errores, que desacreditan y contribuyen a la pérdida de confianza en los representantes políticos, que deberían gestionar con responsabilidad, eficacia y eficiencia, en lugar de enquistar los conflictos y conducirnos a un callejón sin salida. Me refiero en concreto al Partido Popular que hizo gala de una actitud poco responsable tras la masacre cometida en Las Ramblas, en la misma línea que mantuvo durante el negro período del terrorismo de ETA, manipulando el dolor y el sufrimiento de una sociedad en estado de shock para imponer su ideología y acallar y censurar aquellas otras que discrepan o no son coincidentes con la suya. Ocurrió así con motivo del atentado yihadista del 11 de marzo del 2004, se ha repetido en el último ataque terrorista llevado a cabo en Barcelona, concretamente con la operación puesta en marcha para desacreditar la acción de los Mossos de Esquadra, alabada por el prestigioso diario Wall Street, y ahora, salvando todas las distancias, se emplea la misma técnica para desautorizar a quienes en Catalunya reivindican el derecho a decidir.

Euskadi fue pionera al liderar este debate entre los años 2005-2009, pero la intransigencia e intolerancia del PP y PSOE no nos permitió avanzar por esta senda, avalada por el Parlamento vasco, que, además, conectaba con una demanda democrática de la mayoría social. Es verdad que Catalunya ha llegado mucho más lejos de lo que nunca hubiéramos imaginado cuando se puso sobre la mesa el nuevo Estatuto Político, pero también lo es que sus responsables han asumido muchos más riesgos, que no sabemos aún hacia dónde les llevarán. Aunque pudiera parecer muy tarde, debemos seguir lanzando llamamientos al diálogo, el acuerdo y el pacto, términos que nada tienen que ver con la búsqueda de la uniformidad, que implica que todos pensemos lo mismo.

Catalunya y Barcelona han sido, son y deberán seguir siendo un modelo de respeto y convivencia, integrado por personas que conocen y valoran la diversidad y la diferencia como motor de crecimiento y desarrollo para construir bienestar, armonía y paz. El abrazo entre el padre del niño de tres años muerto en Las Ramblas, y el imán de Rubí, y los aplausos que recibió en Cambrils la hermana de dos terroristas abatidos, son el mejor ejemplo de ello. Ojalá la política tomara buena nota de este modo de entender el mundo y actuara en consecuencia. Catalunya y su ciudadanía merecen ser escuchadas, del mismo modo que merecen dirigentes más responsables tanto en su Comunidad como en España. Países como Canadá y Gran Bretaña han demostrado que cuando hay voluntad sincera se pueden buscar soluciones compartidas a las demandas de pueblos con su propia identidad como

Quebec o Escocia. Habría que preguntarse por qué estamos inmersos en este caos cuando otros han sabido resolver con pedigrí democrático problemas que en nuestro caso se traducen en: la judicializaciòn de la vida política, la persecución de cargos electos, la presión del miedo ante posibles encarcelamientos, el chantaje de las grandes empresas anticipando una debacle económica y la intervención del Rey al dictado del PP. España no ha estado a la altura de este proceso desde la aprobación del nuevo Estatuto Catalán, que el Tribunal Constitucional desvirtuó, al dictado de la doctrina del Partido Popular y el PSOE. La corrupción en el seno de CIU, con la familia Pujol como máximo exponente, también ha influido en este contencioso, que pesa como una losa sobre el futuro de una formación política, que no logra en las urnas las adhesiones que pretende. Preocupa también, y mucho, en este sentido, que la polémica desatada por el referéndum oculte otras prioridades a las que Catalunya no es ajena. Las consecuencias de la crisis lejos de solventarse se han agravado y son muchas las familias y personas que no encuentran trabajo, y cuando lo logran, es siempre un empleo precario y mal pagado.

La Generalitat tampoco se ha caracterizado por su conciencia ética y los recortes en sanidad y educación han sido una dura realidad bajo el mandato de CiU, cuestionada por la ciudadanía. Es seguro que el discurso a favor del derecho a decidir podría generar más avales entre la población si estuviera acompañado de un modelo de progreso y profundización en derechos laborales y sociales. Un proyecto de país ilusionante debe tener como horizonte crear una Comunidad de hombres y mujeres libres, que disfrutan de los recursos necesarios para encontrar respuestas a sus aspiraciones vitales. Quienes están al frente de la opción independentista tienen ante sí una ardua tarea que acometer y que hasta la fecha no han emprendido. Si lo hubieran hecho, con seguridad hoy tendrían más crédito y más apoyos, incluso ante quienes recelan de la ruptura con España. Ocurra lo que ocurra el 1 de octubre, vienen a mi memoria unas palabras de José Saramago, que dicen : "La derrota tiene algo positivo, nunca es definitiva. En cambio, la victoria tiene algo negativo, jamás es definitiva".

Europa, memoria y responsabilidad

Artículo publicado en EL CORREO. Abril 2017. Javier Madrazo

Este año se cumple el 60 aniversario de la firma del Tratado de Roma, un acuerdo clave para la creación de una Europa más unida y próspera, defensora de valores como son, entre otros, la igualdad, la solidaridad y la convivencia. Grandes expectativas, sin duda alguna, que lamentablemente se han visto frustradas. La conmemoración de esta efemérides no ha podido tener un sabor más amargo. Los discursos y llamamientos lanzados por los Gobiernos de los Estados miembros, defendiendo con poco éxito un proyecto en sus horas más bajas, se han enfrentado a la realidad del Brexit, el auge de las ideologías de extrema derecha, el empobrecimiento crónico de las clases medias y populares, la crisis de las personas refugiadas y la desconfianza, cuando no el rechazo explicito, de la ciudadanía, a la que deberían representar.

Europa se enfrenta a un futuro lleno de incertidumbres, derivado, en gran medida, de la incapacidad demostrada por sus gestores para responder satisfactoriamente a las necesidades y aspiraciones de las personas que la integran. La unidad económica y monetaria, el banco único, la defensa basada en el militarismo impuesto por la OTAN y la ausencia de un control democrático sobre las decisiones adoptadas en Bruselas o Estrasburgo, se han convertido en el verdadero fundamento de la Unión Europea, y están en el origen de la pérdida de legitimidad de unas instituciones y un modelo, que no han mostrado ninguna sensibilidad ante dramas como el paro, los recortes sociales, el racismo o el cambio climático.

Los desafíos que amenazan a Europa en el corto plazo se agravan día a día, sin que sus responsables sepan cómo abordarlos de un modo proactivo y eficaz. Parece difícil concluir que quienes nos han conducido al abismo puedan ahora salvarnos de la debacle que se intuye. El terrorismo yihadista, la llegada a la Casa Blanca de Donald Trump, las tendencias centrífugas que cobran fuerza en cada vez más países, la desafección creciente de la ciudadanía europea hacia un proyecto compartido o las amenazas que se proyectan sobre las próximas elecciones en Francia y Alemania son razones suficientes para la preocupación y el desasosiego . La radicalización de grupos islamistas asentados en el corazón de Europa alimentan los posicionamientos más xenófobos, en una espiral peligrosa, que parece no tener fin. En este contexto, solo cabe preguntarse si hay una solución viable y útil que nos ayude a repensar y reformular el concepto Europa.

La respuesta no es fácil. Las instituciones de la UE son percibidas como una estructura opaca, ajena a las preocupaciones de la ciudadanía, dirigida por élites que actúan como un ejército fiel al servicio del neoliberalismo más feroz. Las fuerzas de la derecha y del centro hacen suyos planteamientos del populismo más reaccionario en un intento por preservar su espacio y evitar la pérdida de votos, en una estrategia fallida que termina por fortalecer la posición política de figuras como Le Pen o Wilders, entre otros. La izquierda, por su parte, no tiene un relato convincente y compartido sobre la Unión Europea, más allá de una posición crítica, que no logra articular una alternativa creíble con opciones de ser socializada.

Son muchas las voces que alertan sobre los efectos perniciosos del capitalismo y la urgencia de promover un cambio del modelo de desarrollo, que tenga como prioridad atender los requerimientos de las personas. Me refiero a derechos fundamentales como son el empleo, la educación, la sanidad, la vivienda, un sistema digno de pensiones y un medio ambiente sano. Hablamos, en definitiva, de aspectos clave que contribuyen a una vida más plena y feliz. Soñamos, en su día, especialmente en España tras cuarenta años de dictadura, con una Europa más democrática, más justa y más solidaria, y ahora sentimos decepción, frustración y desapego. Incluso los representantes de los Estados miembros de la Unión saben que, sin la adhesión ciudadana, Europa se resquebraja. Sin embargo, siendo esto verdad, no son capaces de planificar una hoja de ruta que nos permita salir del atolladero en el que nos encontramos. Las fuerzas neoliberales no muestran propósito sincero de enmienda, presionadas además por el avance la extrema derecha, y la izquierda, debilitada en el contexto europeo, no puede ejercer la influencia deseada. Parece evidente que este escenario no invita al optimismo. La revolución tecnológica y la globalización, al menos en los próximos diez años, destruirán más empleo de los que crearán y la desigualdad continuará creciendo, profundizando la brecha social.

Por ello, resulta prioritario que las fuerzas de la izquierda alternativa y transformadora sumen voluntades para definir una alternativa efectiva, plural y unitaria , desarrollando un nuevo relato sobre Europa, que se centre en recuperar sus señas de identidad originarias. Un proyecto que ilusione , movilice y confronte con el modelo hegemónico de la derecha , que cuenta con la colaboración inestimable de la mal llamada socialdemocracia, que se ha reducido a hacer del espacio europeo un gran mercado ,sostenido por un entramado institucional con grandes déficits democráticos, y que aplica sobre los estados más débiles la tiranía del austericidio. Pienso en una Europa más democrática, que escuche a sus habitantes, establezca cauces de participación y fije como criterios de funcionamiento la transparencia y la ética; una Europa más social, que fije una carta de derechos sociales y laborales vinculante, que establezca políticas fiscales progresivas y mecanismos reales de redistribución , que combata las causas que explican el empobrecimiento de la población, luche contra la injusticia y los abusos, y garantice políticas que favorezcan el bienestar y calidad de vida de la población; una Europa más solidaria, que integre a las personas inmigrantes, acoja a quienes buscan refugio huyendo del hambre y de las guerras y haga de la diversidad un factor de enriquecimiento; una Europa más plural, que reconozca el derecho a decidir de pueblos como Euskadi, Catalunya o Escocia, entre otros. En definitiva, como decía José​ Saramago, “sin memoria no existimos y sin responsabilidad quizá no merezcamos existir”. Aprendamos la lección.

Dividir es perder

Artículo de Javier Madrazo Lavín publicado en el diario EL CORREO, Febrero 2017. 

El próximo 11 de marzo se cumplirán tres años de la inscripción de Podemos en el registro de partidos políticos del Ministerio del Interior. Esta decisión fue un paso necesario para poder concurrir a los comicios europeos que se celebraron el 25 de mayo de 2014.

Podemos fue entonces la fuerza revelación, al obtener cinco escaños, que evidenciaron el descontento y la indignación de una parte importante de la ciudadanía con la gestión de la crisis económica, llevada a cabo por el Gobierno de Mariano Rajoy. Por primera vez desde la transición, el bipartidismo se sintió amenazado y muchas voces empezaron a tomar en serio a un grupo de jóvenes profesores de Universidad, que parecían tan unidos como generadores de ilusión.

Hoy, en los días previos a la convocatoria de la Asamblea de Vistalegre II, estos hechos parecen tan lejanos como olvidados. Podemos se ha sumido en una lucha por el control de la formación , una disputa de egos, celos, traiciones y ambiciones, cuando no ha cumplido tres años de vida. Sus máximos dirigentes son los responsables de una confrontación que cuestiona su credibilidad y lesiona la confianza de quiénes pensaron que Podemos había llegado a la escena política para defender los intereses de las personas más vulnerables y de las clases empobrecidas. España necesitaba una alternativa ilusionante y esperanzadora, que liderara con valentía y legitimidad la movilización social y el activismo institucional.

Lamentablemente, esta expectativa se ha quebrado y en el contexto presente parece poco probable que se recupere, al menos a corto o medio plazo. El enfrentamiento entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón de lucha por el poder y de carácter político, ha derivado en un desencuentro personal, que dejará heridas que costará cicatrizar. Las disputas en el seno de Izquierda Unida, que tanto daño hicieron a su viabilidad y terminaron por generar un descrédito imposible de remontar, parecen un asunto menor comparadas con la virulencia que practican los dirigentes de Podemos. Es obvio que no hemos aprendido nada de los errores cometidos en el ámbito de la izquierda, siempre dividida, y olvidamos que la política es un instrumento de transformación social y no una pelea de gallos de corral, que tanto beneficia a la derecha, empeñada en reinstaurar el bipartidismo con la complicidad del PSOE.

Podemos está perdiendo un tiempo clave para ocuparse de los problemas reales de la gente, su auténtica razón de ser. Nunca como ahora un movimiento de rebeldía y acción ha sido tan importante. Estamos inmersos en cinco crisis globales- económica, institucional, social, ética y medioambiental- que son cada día más profundas y dejan un mayor número de víctimas. La automatización, la robótica y la inteligencia artificial, símbolos de progreso, no traerán consigo, de forma mecánica,nuevos puestos de trabajo ni tampoco más bienestar. El Foro Económico Mundial, que ha reunido en la ciudad suiza de Davos a líderes políticos y empresariales, lo ha dejado bien claro, aunque sus amenazas han pasado inadvertidas para la opinión pública. En esta cita se ha constatado que solo la industria 4.0 destruirá en un año siete millones de empleos en Europa.

El futuro, por tanto, parece condenado a cronificar el paro, la desigualdad y la feminización de la pobreza si no se establecen mecanismos de redistribución de la riqueza. Por cada cinco puestos de trabajo perdidos para las mujeres únicamente se creará uno para ellas. Este panorama tan desalentador fue puesto sobre la mesa por personas de influencia como los presidentes del BBVA y Banco de Santander, Francisco González y Ana Botín, respectivamente. El primero de ellos aseguró que la digitalización implicará menos empleo y afirmó que es competencia del sector público tomar las medidas necesarias para paliar las consecuencias.

No es casualidad que en este marco se impulse desde los poderes políticos y económicos más conservadores el debate sobre una renta básica universal, entendida,en su caso, como una red mínima de seguridad, que contribuya a controlar y a sofocar posibles brotes de conflicto derivados de un cambio drástico en los modos de vida.

En los próximos veinte años un número importante de trabajos, cualificados o no, serán reemplazados por máquinas y avances de vanguardia, entre ellos el big data, la nanotecnología o la impresión 3D. Finlandia es ahora mismo un laboratorio de referencia, en el que 2.000 personas recibirán durante dos años 560 euros por el hecho de existir. ¿Es ésta la solución? Evidentemente, no. Es la legitimación de la dualidad social que niega el derecho a desempeñar competencias y habilidades, dos aspectos clave de los que depende nuestra autoestima y dignidad. Por eso, es tan relevante que la izquierda se fortalezca y sume voluntades. Donald Trump se lo está poniendo fácil con actuaciones contrarias a los derechos humanos y a la democracia.

José Mugica, ex presidente de Uruguay, sostiene, con toda la razón, que "somos derrotados cuando bajamos los brazos". No es el momento ni de la resignación ciudadana ni tampoco el de la confrontación en la izquierda. Divididos no podemos; divididos, perdemos. Gana la derecha y con ella quienes mueven sus hilos y toman las decisiones; esto es, la banca, la patronal y las transnacionales. Las corrientes que integran la formación morada están en su derecho a discrepar.

Es positivo que debatan y se rebatan, pero si quieren sobrevivir con éxito tienen que reconectar con su base social, hacer suyas sus preocupaciones e inquietudes y proponer respuestas alternativas en las instituciones y en la calle. Si no lo logran el Partido Popular y el PSOE tendrán tiempo para retomar la iniciativa, marcar la agenda política, revalidar el bipartidismo y defender los intereses de los privilegiados frente a los derechos de la población.

Recuperar la memoria

Artículo de opinión de Javier Madrazo Lavín publicado en EL CORREO. Diciembre 2016

La izquierda ha perdido dos referencias de valor en una misma semana. Me refiero a Marcos Ana  y a Fidel Castro. Tuve, en su momento, la oportunidad de conocer personalmente a ambos. Al primero le traté en actos públicos y privados, en los que siempre encontré a un hombre bueno, humilde, generoso y comprometido. El líder de la revolución cubana me recibió en La Habana, hace catorce años, con motivo de un viaje oficial del Gobierno vasco a la isla para visitar proyectos de cooperación al desarrollo. Me sorprendió su cercanía y especialmente su interés  y conocimiento de la realidad vasca. José María Aznar gobernaba entonces España y las relaciones con el régimen de Fidel Castro atravesaban un momento difícil. En un acto propio de un hombre acostumbrado a reivindicar su autonomía y a defender sus ideales, el comandante no dudó en defender el derecho del pueblo vasco a decidir su futuro.

Marcos Ana y Fidel Castro, vivieron en contextos diferentes y tuvieron  su propio recorrido vital. Me consta  que se respetaban y reconocían mutuamente como personas valientes, que lucharon, en su día, por principios compartidos de libertad y justicia. Su desaparición coincide, lamentablemente, con el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos y el auge de la extrema derecha en países europeos. El siglo XXI no se presenta como lo habíamos soñado. Los avances  tecnológicos, la inteligencia artificial, el internet de las cosas y las redes sociales constituyen grandes avances, pero la humanidad no parece caminar hacia un futuro mejor, en el que la prioridad sean las personas y su bienestar, independientemente de su lugar de nacimiento, el color de su piel o su condición social.

La historia juzgará las luces y sombras de los años de gobierno de Fidel Castro.  Desde mi punto de vista, son muchas más las fortalezas que  las debilidades, máxime si lo juzgamos a la luz de un bloqueo económico brutal que viola derechos humanos fundamentales.  Sin embargo, para poder cuestionar con legitimidad la figura de Fidel Castro  es preciso tener dignidad y coherencia. No es el caso de Donald Trump. El nuevo inquilino de la Casa Blanca ha calificado a Fidel Castro como un 'gran dictador'.  Quien así se expresa es el máximo exponente del racismo, un machista que desprecia a las mujeres y un homófobo confeso.

Hay muchas razones para la preocupación en el mundo que estamos construyendo.  No es mi intención apelar a la nostalgia, ni caer en el tópico de pensar que el futuro será por definición peor que todo lo vivido. Al contrario, creo sinceramente que las generaciones más jóvenes marcarán un cambio de rumbo cuando llegue su momento. Mientras tanto, una parte importante de nuestra sociedad está obsesionada por preservar su estatus, conservar sus privilegios y blindarse contra todo aquello que considera una amenaza. La crisis económica nos ha hecho recelar de quienes llaman a nuestras fronteras, en la falsa creencia de que vienen a robarnos los pocos puestos de trabajo que se generan.

Nunca imaginamos que con un solo click podríamos acceder a  toda la información disponible en el mundo y menos aún que la cultura fuera accesible a través de una pantalla de ordenador. Pero la verdad es que los prejuicios, lejos de desaparecer, están cada vez más arraigados y son más profundos. Y todo ello nos debe hacer reflexionar. Una sociedad con miedo es una sociedad infeliz. Quienes han confiado en Donald Trump en Estados Unidos, como quienes lo han hecho en España en Mariano Rajoy, buscan certezas ante problemas que tienen difícil solución. Nunca ha habido un mejor caldo de cultivo para el populismo. Respuestas simples para desafíos complejos. Líderes sin principios ni ética para engañar a una ciudadanía aturdida y sin esperanza.

Necesitamos nuevas esperanzas a las que aferrarnos e  ideas y representantes en quienes poder confiar. Habitamos en sociedades supuestamente màs avanzadas que nunca y, sin embargo, sueños tan humanos como lograr un mayor bienestar y recuperar valores como la justicia social y una redistribución más equitativa de la riqueza parecen alejarse hasta resultar inalcanzables. Curiosamente en un contexto de recesión el egoísmo se ha impuesto a la solidaridad y la urgencia por sobrevivir está reforzando el individualismo sobre la lucha compartida por la conquista de derechos arrebatados. En este sentido, la trayectoria  de Marcos Ana y Fidel Castro cobra especial  importancia como grandes referentes portadores de una utopía movilizadora, la de poner de manifiesto que otro mundo mejor y más justo es posible. Lamentablemente, las generaciones que nacieron en las décadas de los ochenta y noventa o no saben nada de estas dos personalidades,  o bien si conocen algo de su trayectoria,  serán referencias genéricas  y muy condicionadas por estereotipos y manipulaciones interesadas.

Ahora que hemos conocido los resultados del informe PISA, que ha sacudido a nuestro sistema educativo, también podríamos preguntarnos por qué las ciencias, las matemáticas y la comprensión lectora son los únicos indicadores a tener en cuenta en este estudio, obviando conocimientos tan importantes para la formación como son la historia, la filosofía o el pensamiento crítico. Es alarmante constatar las deficiencias detectadas y urge una reflexión en profundidad sobre sus causas y las medidas correctoras que habrà que abordar. No tengo dudas a este respecto. Ahora bien, como profesor en la red pública me enfrento cada día a jóvenes que dominan los últimos avances tecnológicos, al tiempo que ignoran el pasado màs reciente, carecen de ideas propias y su capacidad de análisis y reflexión es mínima. Una sociedad avanzada e inteligente no es aquella que sólo se rige por criterios de productividad y competitividad, sino aquella otra en la que la calidad de vida de las personas y su felicidad son una prioridad.  Marcos Ana y Fidel Castro también lo creyeron  y ésta es en sí misma una razón suficiente para rendirles un homenaje merecido y reivindicar unos ideales, que hoy son tan válidos como lo fueron en su momento.

El valor de sentarse y escuchar

Artículo de opinión publicado en Noticias Obreras. Diciembre 2916. Javier Madrazo Lavín

Winston Churchill decía, con mucha razón, que “valor es lo que se necesita para levantarse y hablar, pero también es lo que se requiere para sentarse y escuchar”. La política en España está condicionada por el ruido y las interferencias. Muchos de sus representantes aprenden oratoria en cursos impartidos por profesionales y elaboran cada día nuevos mensajes con la ayuda de agencias de comunicación. Les mueve un objetivo: atraer la atención de sus votantes cuando se sientan en un plató de televisión, comparecen en una rueda de prensa, a ser posible sin preguntas, o se suben a la tribuna del Congreso para leer un discurso preparado, antes incluso de conocer la opinión o el posicionamiento de sus oponentes.

La conclusión parece obvia: hablamos mucho y escuchamos poco. Posiblemente, éste sea uno de los grandes males de la política en España y un déficit que amenaza la democracia, entendida ésta como un modelo de gobierno que se construye buscando compromisos compartidos entre diferentes, en pro del interés general, que no es otro que la satisfacción de las necesidades y aspiraciones de las personas. Reivindicar consensos, diálogo, acuerdo o pacto no debe significar abogar por un mismo pensamiento o una misma línea de actuación.

Es positivo, necesario y saludable que en política haya programas contrapuestos y respuestas confrontadas para resolver problemas comunes. Izquierda y derecha, nacionalistas y centralistas, debemos aprender a convivir, sentarnos en una misma mesa, reconocernos como interlocutores, respetarnos y establecer espacios estables de debate. Pero hemos de interpretar también como un valor la pluralidad de ideas y sensibilidades.

Son preocupantes, en este sentido, los llamamientos que desde la derecha y las élites en el poder se lanzan reiteradamente, instando a los partidos a que suscriban consensos en materias que consideran clave. En realidad, éste es un mensaje trampa, profundamente conservador, que persigue únicamente la defensa del establishment.  

Hemos asistido en los últimos meses a una campaña de presión orquestada para forzar la abstención del PSOE, en la sesión de investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno. Son lobbies del poder financiero y mediático que buscan su exclusivo beneficio y no el de la mayoría social y el de las clases populares.

Es triste comprobar como muchos de quienes se dedican hoy a la política han perdido por completo la capacidad de prestarse atención a otras opiniones que no sean las suyas propias. No hay más que observar lo que ocurre en todas las formaciones, sean “viejas” o “nuevas”. 

Casi nadie escucha a nadie. Y, por supuesto, muchos hacen oídos sordos a las demandas y necesidades de la ciudadanía. Las redes sociales, por ejemplo, se han convertido en altavoces para difundir proclamas, pero han perdido su virtualidad como espacios para el encuentro y el intercambio. Así se entiende que muchos de quienes debieran representar nuestros intereses en las instituciones ni tan siquiera los conozcan. O lo que es peor no les importan.

Las formaciones políticas en España se encuentran inmersas en profundas crisis, màs o menos graves según los casos, pero en la práctica, todas ellas se ven obligadas a dedicar su tiempo y sus energías a gestionar sus propios conflictos internos, obviando su verdadera función como agentes del cambio y canalizadores de las demandas ciudadanas. Esta realidad es hoy aún más intensa y màs cruel en el àmbito de la izquierda que en el de la derecha, fortalecida por los resultados electorales y la permanencia en el poder. Los abusos cometidos contra los derechos sociales, laborales y económicos de la población no les han pasado la factura que se presuponía, y la corrupción tampoco ha sido castigada en las urnas como un amplio sentir social deseaba.

Y en este contexto el triunfo de Donald Trump en los comicios de Estados Unidos pone de manifiesto que, al igual que ocurrió en Inglaterra con el Brexit, el miedo siempre alimenta la demagogia y el populismo más exacerbados. Racismo, homofobia, patriotismo, machismo y prepotencia se imponen, arrojando un jarro de agua fría sobre el modelo que apuntaba a la construcción de sociedades que creíamos eran mejores para convivir porque eran màs abiertas, plurales, diversas y tolerantes. ¿Qué nos està ocurriendo? ¿Hacia dónde avanzamos? ¿En qué punto hemos perdido nuestros sueños?

Habrá, sin duda alguna, muchas razones para explicar esta realidad, pero retomando la célebre frase de Winston Churchill lo cierto es que no sabemos escuchar o, al menos, hemos perdido el hábito de hacerlo. Ahora, Mariano Rajoy, al frente de un gobierno en minoría, parece tomar conciencia de que está obligado a negociar y a pactar. Sin embargo, parece que esta es solo la reacción a un escenario adverso. No parece haber demasiada convicción en sus apelaciones al diálogo cuando, por ejemplo, en la última votación de investidura señaló que no estaba dispuesto a superar determinadas líneas rojas (soberanía, exigencias europeas .. ) en su acción de gobierno. Vino a decir, más o menos veladamente , “ o me dejáis gobernar(con mi programa) o convoco elecciones anticipadas”, sabiendo que el viento electoral sopla a su favor.

Tampoco la práctica del diálogo-integración-acuerdo se materializa en el día a día del resto de formaciones, que como PSOE y Podemos están dando un espectáculo poco edificante sobre resolución de conflictos a través de la palabra y el consenso. Las disputas se siguen dirimiendo sobre la base de la exclusión, defenestración y apartamiento del adversario interno. Ambas formaciones deberían buscar con honestidad, más pronto que tarde, puntos de encuentro entre sus propias filas que les ayuden a ser útiles, eficaces y efectivos para resolver los problemas a los que nos enfrentamos cada día millones de personas. En un proyecto político la pluralidad no debe ser vista como una amenaza sino un factor de enriquecimiento y fortaleza.

Ni el gobierno debe de pedir pleitesía a la oposición, ni esta debe edificar su estrategia sobre la base de hacer “morder el polvo” al gobierno. Consensuar es acordar sobre la base de las renuncias mutuas, sabiendo que la única línea roja debería ser la resolución de los problemas de la gente, sobre todo de los sectores más empobrecidos y más castigados por el austericidio.

El consenso y el acuerdo , que demanda la ciudadanía para esta nueva legislatura, es el que se tiene que construir sobre la base del interés general y no del interés de la Troika , de los poderes financieros , mediáticos o del interés electoral de las fuerzas políticas.

Se trata, en definitiva, de aplicar a los ámbitos supramunicipales las buenas prácticas que se dan en muchos ayuntamientos, donde el trabajo por el bien común se pone por delante de las estrategias partidistas.  

Retos de la unidad de acción

Artículo de Opinión de Javier Madrazo, publicado en el periódico EL CORREO. Mayo 2016

Leo con interés las diferentes encuestas que se vienen publicando, en un empeño loable por anticipar el resultado de la voluntad ciudadana ante la inminente cita electoral. En esta ocasión, todos los estudios coinciden en destacar un aumento de la abstención, que se puede interpretar como un toque de atención a las formaciones políticas por su manifiesta incapacidad para buscar acuerdos que contribuyan a dar respuesta a los graves problemas a los que se enfrenta una población castigada por una crisis crónica, que se traduce en desempleo, precariedad, recortes sociales y empobrecimiento.

Debo reconocer que comprendo a las personas que el pasado 20 de diciembre acudieron a las urnas y el próximo 26 de junio, en cambio, optarán por no hacerlo. En España hay razones fundadas para desconfiar de los partidos que han tenido responsabilidades en la gestión de la vida pública. Los casos de corrupción y abusos de poder se suceden unos a otros a tal ritmo y alcanzan tal magnitud que lesionan la confianza en la democracia y convierten en papel mojado la pretendida igualdad de todas las personas ante la ley.

Las formaciones nuevas, imprescindibles para quebrar el bipartidismo, regenerar la vida pública y recuperar la confianza de una ciudadanía cansada de la alternancia PPPSOE, se han instalado en el sistema en un tiempo récord. Ciudadanos apoya y pacta, al mismo tiempo, con Susana Díaz, Cristina Cifuentes y Pedro Sánchez, mientras Podemos abandona la movilización en la calle, olvida de facto el espíritu del 15M y los círculos dejan de ser espacios de debate, participación y decisión. El poder te atrapa en su tela de araña el día en el que antepones los intereses personales o de partido a los intereses generales.

Siempre he defendido, por coherencia, la unidad de acción de la izquierda. El trabajo compartido es clave para articular una mayoría política y social con capacidad real de influencia y transformación social. Del mismo modo que una mayor abstención beneficia al

Partido Popular, como ha ocurrido siempre desde la transición con la única excepción de los comicios de 1989, la división perjudica a la izquierda, suficientemente penalizada ya por una ley electoral injusta. La colaboración encierra un gran valor que no se debe minusvalorar. En las elecciones del 26 de junio, la coalición Podemos-IU será, de hecho, una importante novedad, que habrá de pasar el examen de la ciudadanía para conocer el nivelBde adhesión que genera.

Me consta que existe expectación y esperanza ante esta alianza, aunque hay que admitir que parece más motivada por la necesidad que por la convicción. En la mente de muchas personas resuenan aún las declaraciones de Pablo Iglesias, calificando a IU como un “pitufo gruñón” y acusando a sus dirigentes de chantaje, por defender la unidad de acción.

Podemos rechazó en diciembre de 2015, sin escatimar críticas, aquello que hoy reivindica como la mejor solución. No es este un buen punto de partida para ganar en credibilidad, especialmente si no se explica con honestidad el porqué de este cambio.

Es evidente que el escenario para la formación de Pablo Iglesias ha cambiado. La crisis interna, el desgaste de su líder y un previsible retroceso en las urnas podrían ser las razones que justifican este giro. Podemos ha tenido que tomar conciencia, por fin, del peso y el reconocimiento social de IU, pero es preciso admitir que lo ha hecho forzado por las circunstancias y el deseo legítimo de superar al PSOE el 26 de junio, haciendo realidad la defensa del liderazgo en la izquierda, que con tanta coherencia y valentía defendió Julio Anguita.

El pacto Podemos-IU obliga a esta última fuerza a redoblar esfuerzos y a reivindicar su identidad si apuesta por mantener su viabilidad futura y su proyecto autónomo. La coalición electoral se materializa en un buen momento para la formación liderada por Alberto Garzón, que goza de un clara expectativa de crecimiento. Son muchas las personas en el seno de IU, que observan con preocupación un acuerdo que puede relegarles a un papel secundario, desdibujando un perfil logrado tras años de lucha contra las injusticias derivadas de la aplicación del modelo de desarrollo capitalista.

En política la suma de siglas no implica la suma matemática de apoyos. Es posible que en ocasión también ocurra así, pero, al mismo tiempo, es sensato pensar que Podemos e Izquierda Unida han hecho lo único que podían hacer. Lamentablemente, no dieron este paso el 20 de diciembre. El escenario podría haber sido otro y estos cinco meses transcurridos no hubieran sido tan nefastos para un país en el que el paro, la precariedad, la pérdida de calidad de vida y el empobrecimiento de la inmensa mayoría conviven con el egoísmo y la insolidaridad de una minoría que asalta las arcas públicas, esconde su botín en paraísos fiscales y burla la ley para no pagar impuestos. Decía Norberto Bobbio que la izquierda, a diferencia de la derecha, se define porque se indigna ante la injusticia social.

La coalición Podemos-Izquierda Unida tiene ahora el doble reto de convencer a quienes dudan de la bondad de la confluencia y, al mismo tiempo, no frustrar la esperanza de quienes avalan la unidad de acción. También se enfrenta a la difícil tarea de ilusionar a una ciudadanía crítica, que puede caer en la tentación de la abstención en lugar de reforzar el espacio de la izquierda real para conformar una mayoría de gobierno progresista, en la que no estén representados ni el Partido Popular ni Albert Rivera. Sin duda alguna, se trata de mucha responsabilidad.

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